ANA MAYOL
Levante-EMV, 08-X-2008
Quizá admitimos sin reservas, como algo evidente, que la ignorancia es muy atrevida porque todos somos atrevidos actores y, en otras ocasiones, víctimas -más o menos pacientes- de los atrevimientos ajenos de esa índole.
Solemos reconocer que la escasez, cuando no la carencia de información o el pleno desconocimiento, nos ha arrastrado, y más de una vez, a eso que coloquialmente llamamos meter la pata. Y, por reconocerlo, es habitual o al menos frecuente que seamos comprensivos y disculpemos, sin necesidad de esforzarnos, a quien yerra sin mala intención.
Sin embargo, las actitudes susceptibles de complicarse, por unión de algún matiz perverso, suelen degenerar, y ¿qué aditivo más ad hoc para sazonar la osadía del ignorante que la agresividad?
La verdad es que yo, que ignoro casi todo de casi todo, intuyo que la agresividad resulta inherente a la ignorancia. Al menos sí da la impresión de ser la otra cara de la misma moneda cuando observamos la actitud pendenciera del ignorante vocacional, ese individuo -o individua- que parece huir de la información, no está interesado por conocer la realidad y se niega a discernir entre verdadero y falso.
Y es que ignorante no es quien no sabe sino el que no quiere saber. Es el tipo de personaje al que nos cuesta mucho esfuerzo perdonar, porque a su actitud equivocada suele añadir una postura violenta....
Quien de buena fe, por su ignorancia yerra, se avergüenza, se arrepiente, se disculpa, aprende.
Pero el vocacional no está capacitado para asumir un error, desconoce la autocrítica, no asimila ninguna enseñanza y, aún hace algo peor: procesa sus sucesivas -y probables- sensaciones de ridículo de forma que se incrementa, todavía más, su actitud ponzoñosa.
Reconocer los errores, buscar la verdad, saber escuchar, dudar son excelentes ejercicios de gimnasia mental. Negarse a realizarlos, sencillamente, atrofia. Y el camino de esa atrofia mental sólo conduce a la ciudad de Broncaburgo o al Palurdistán.
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