13 de mayo de 2012
Escribo
desde Norteamérica, donde quienes se preocupan por Europa sólo tienen una
pregunta: ¿Qué demonios pasa? ¿Qué es esta "crisis del euro" que no
parece terminar nunca? ¿Qué le ha sucedido a Grecia, Portugal, Italia, España,
Holanda y ahora Francia? ¿Es que nos hemos vuelto todos locos?
El
economista Paul Krugman tiene una respuesta. Sugiere que Europa está hoy
repitiendo la década de 1930 "con una fidelidad cada vez mayor en los
detalles". Los gobiernos, afirma él, están "cometiendo un suicidio
económico". [1] Cuando todos los principios económicos piden al
tesoro que recupera el crecimiento, gaste, estimule, hinche y reconstruya la
confianza, abogan por una austeridad aun mayor y unos presupuestos
equilibrados, empujando a sus economía hacia la recesión. Actúan así no porque
crean que la austeridad va a generar crecimiento, actúan así porque son
prisioneros de un dogma fenecido, el apuntalamiento del euro.
Nada resulta
más espeluznante que leer las crónicas de la economía europea de entreguerras,
especialmente el idealista año de 1925, el del "espíritu de
Locarno". Fue entonces cuando el canciller de Exchequer [ministro de
Economía británico], Winston Churchill, reintegró a Gran Bretaña al patrón oro.
Los salarios se verían obligados a bajar para poder competir con Norteamérica y
se recuperaría la estabilidad económica de la preguerra. Keynes alegó que esto era
una locura. La libra se encontraba sobrevalorada en un 10% y el resultado
consistiría en "el bloqueo de las exportaciones, desempleo y
huelgas".
Churchill se
equivocó y Keynes acertó. Seis años después, un gobierno laborista en minoría
topó con el desplome financiero y cayó. En el verano de 1931, con el capital
huyendo del país y los banqueros gimiendo por la austeridad, se formó un
gobierno de coalición nacional y súbitamente se vino abajo el patrón oro. La
libra se deslizó de 4,85 dólares a 3.40. Pese a las previsiones de catástrofe,
el clásico histórico de Charles Mowat [2] sobre el periodo registra que
"apenas se movió una hoja". No hubo revolución en las calles, y la
devaluación no suscitó mayor interés "que un estornudo casual". En
cuatro años, la producción industrial británica había aumentado un 25%,
mientras que el desempleo caía de 3 a 2 millones.
La historia
rara vez se repite, pero sus lecciones, sí. El Banco de Inglaterra y el Tesoro
se encuentran atrapados en una ortodoxia similar a la de sus antecesores de la
preguerra. Sostienen que la inflación es la mayor maldición que puede aquejar a
la economía británica, y esto incluso mientras planifican el mayor derrumbe de
la demanda que haya sufrido Gran Bretaña desde la guerra. Cuando se avienen a
imprimir más moneda a modo de expansión cuantitativa, no se atreven a dejar que
se filtre al consumo por miedo a la inflación. No se arrugan ni siquiera cuando
cierra una cuarta parte de las tiendas de la calle mayor. Actúan como
médicos que dejaran a los enfermos en la nieve para ver quién sobrevive. Pero
le echan dinero a los banqueros amigos y ven cómo desaparece en las fauces de
directores y especuladores de paraísos fiscales. Y reparten miles de millones
para apuntalar un euro del que ni siquiera son miembros.
Keynes tenía
razón en 1925, y demostró estar en lo cierto en 1931. Las tasas de cambio
flexibles constituyen una forma más indolora de forzar a la baja los costes
laborales y promover el comercio que la austeridad gubernamental. La inflación
supone un modo mejor de aliviar la deuda. El remedio de una demanda deprimida
consiste en un aumento de la demanda, es así de sencillo. El riesgo de
inflación en Gran Bretaña es actualmente trivial comparado con el de deflación
y recesión. Y la moneda de Gran Bretaña puede flotar por lo menos. Imaginemos
lo que sería formar parte del euro y tener que comerciar afrontando una libra
con un valor probablemente un 20% más alto que hoy.
Apenas pasa
un mes sin otra crisis del euro y más imposición de austeridad. Es como si
Keynes no hubiera vivido nunca. Sin embargo, el agua se resiste a correr monte
arriba. Los países gravosamente endeudados necesitan desde luego reestructurar
su sector público a largo plazo – y tienen planes plausibles para llevarlo a
cabo – pero no pueden pagar la deuda, a corto o a largo plazo, cuando están en
recesión. Aumentar el desempleo y suprimir la demanda impide el crecimiento y
no le resulta a nadie útil.
Peor
todavía, la austeridad prolongada está minando la misma autoridad que se
requiere para ponerla en práctica. Y cuando caen los gobiernos, no puede
aplicarse ningún paquete. El mes pasado se obligó a Grecia a una suspensión de
pagos de facto. ¿Quién compraría hoy bonos españoles? ¿Qué valor tiene un
ministro de finanzas holandés? ¿A qué precio la firma de Nicolas Sarkozy en un
acuerdo de rescate? Mientras el euro mantenga aherrojada la economía
continental en la austeridad, no conseguirá nunca estabilidad política o un
retorno al crecimiento.
El euro
fue un sueño de Locarno. Era el último grito del siglo XX, que contemplaba
un hermoso orden nuevo en el que banqueros y hombres de negocios, trabajadores
y campesinos, caminarían hombro con hombro, cantando la Oda a la alegría.
Todos los costes laborales se equipararían. Se produciría una integración
fiscal y regulatoria en todo el continente. El euro abriría las puertas a unos
estados unidos de Europa. Irlanda y Grecia serían a Alemania lo que Nevada es a
Nueva York. El euro apretaría y ensancharía a los pueblos de Europa hasta
que fueran uno.
Este
concepto de unión debe contarse entre los grandes errores de la historia. Como
otras visiones pancontinentales, ha demostrado no poder competir con el fuste
torcido de la humanidad europea. Sus acólitos no pueden soportar el
revisionismo o tolerar la disidencia. Han llevado a Grecia al caos y a
España a una grave depresión, con la mitad de sus jóvenes en el paro. A los
eurócratas no les importa. Sus ingresos están seguros. No hacen más que danzar
en torno al euro y exigir su sacrificio en sangre. Harán de todo, salvo admitir
que estaban equivocados.
La única
salvación que se ve en el horizonte es la democracia. La semana pasada, el
electorado francés dijo que no a una mayor austeridad y el gobierno holandés
cayó por las mismas razones. España se enfrenta a una crisis similar, y las
calles de Atenas albergan peligros sin cuento. Hasta los sondeos británicos
dejan ver un electorado al que no convence la longevidad de lo que con
cualquier baremo sería austeridad suave. Los pueblos de Europa ya han tenido
bastante. Resulta impensable la perspectiva de imponer a sus naciones las
disciplinas presupuestarias exigidas para más rescates alemanes.
Europa
necesita una reordenación colectiva de deudas, de suspensión de pagos y monedas
que sea sencilla, de la noche a la mañana, siguiendo las líneas del acuerdo de
Bretton Woods en la postguerra. Eurolandia debe contraerse de forma drástica y
hay que recuperar las monedas flotantes. Debemos dejar limpia la pizarra. Se
cometió un terrible error, pero puede corregirse, como en 1931. Como entonces,
los sabihondos predecirán un desastre, pero yo apostaría lo contrario. Tras el
ajuste, "no se movió una hoja… no pasó de un estornudo". Volveríamos
entonces a la cordura.
NOTAS: [1]Paul Krugman, “Europe´s Economic Suicide”, The
New York Times, 15 de abril de 2012. [2] Charles Loch Mowat, Britain Between the Wars, 1918-1940, Cambridge
University Press, Cambridge, 1955.
Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas
Antón
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