Finalmente, ayer vi parte del programa Salvados, de Jordi Évole, que echaron el domingo por la noche y que llevaba el título de Dedocracia.

Entiendo el enojo, la indignación de quienes, por primera vez, parecen darse cuenta de lo mucho que se ha despilfarrado, de la ingente cantidad de "asesores" puestos a dedo por los diferentes partidos en las diferentes administraciones públicas y el enorme dispendio que suponen para las arcas públicas del conjunto del estado.

Pero tampoco voy a caer en el viejo tópico con el que, los de siempre, pretenden tapar sus vergüenzas metiendo a todo el mundo en el mismo saco e impregnando de su mismo olor a todo aquel que hace, piensa y se dedica a la política, porque no es cierto. No todos somos iguales ni todos hacemos lo mismo. Y cuando lo hagamos, cuando caigamos en los mismos errores que cometen otros, que han estado cometiendo otros desde hace tanto tiempo, entonces que se nos equipare -y con razón- con esos mismos a quienes denunciamos.

Creo que deberíamos empezar a quitarnos caretas y a llamar a las cosas por su nombre: no es lo mismo un asesor que un cargo de confianza y nodeberían equipararse, ni en los procesos de publicidad y selección ni en los salarios que deberían cobrar del erario público. 

Más claramente, el personal (no cuento el personal administrativo) de los grupos municipales, de los grupos institucionales en diputaciones o de los grupos parlamentarios son personal de confianza de los cargos electos que los han nombrado, sin proceso alguno de selección pública -evidentemente, por pública debería entenderse en este contexto dentro del ámbito de la fuerza política por la que fueron elegidos los cargos- y sin pasar por prueba objetiva alguna que determine idoneidades y conocimientos y cuya labor, continuidad, valía y consideración queda a expensas del propio cargo electo que lo nombró. Llámense como quieran, pero, tal y como quedó demostrado en el programa de Évole, muchas de esas personas no deberían llamarse asesoras ni desprestigiar así la labor de asesoría técnica y  política a la que se dedican de manera responsable un número importante de profesionales de la misma. 

Y, en ese contexto, sí debería plantearse si los políticos y los grupos institucionales deberían contar con personal de confianza y de libre designación o cuál debería ser el límite de gasto en ese concepto. Y si deberían contar o no con asesoramiento técnico y político y cuál debería ser el gasto en ese concepto y, aquí sí, qué criterios de concurrencia pública -con determinadas limitaciones evidentes por el carácter del trabajo- deberían establecerse para los procesos de selección y contratación de expertos que ayuden a los políticos a hacer bien su trabajo. Porque si no, las evidentes disfunciones del gasto público en personal técnico escasamente cualificado para el puesto que ocupan pero con salarios de altos funcionarios genera un gasto desproporcionado sin repercusiones positivas sobre la vida de las personas que pagan tales salarios.

Si en los grupos institucionales de ámbito local o autonómico de partidos y formaciones políticas, a pesar de los entusiastas comentarios de destacados dirigentes durante la emisión del programa Salvados, se actúa exactamente igual que el presidente de la Diputación de Alicante o que el alcalde de Crevillent, no habrá, en este aspecto, diferencia alguna y serán igual que cualquiera de ellos. Y para eso, ya estan ellos.